En las aulas de América Latina y el Caribe, donde aún resuenan los ecos de tizas sobre pizarras, ha comenzado a escucharse un nuevo murmullo, el de los algoritmos. La inteligencia artificial se ha infiltrado silenciosamente en la cotidianidad educativa, prometiendo eficiencia, personalización del aprendizaje y acceso al conocimiento sin precedentes. Pero esta irrupción, aplaudida por unos y temida por otros, no está exenta de desafíos.
¿Estamos ante una revolución que empodera a los estudiantes, o frente a una dependencia que amenaza con anular su capacidad crítica? En contextos con alta desigualdad como los nuestros, la IA aparece como una tabla de salvación. Múltiples plataformas permiten que estudiantes en zonas rurales accedan a acompañamientos virtuales personalizados que se adaptan a su ritmo de aprendizaje.
Herramientas que utilizan reconocimiento de voz para mejorar la lectura infantil han sido adoptadas en comunidades bilingües, permitiendo que niñas y niños aprendan a leer en lenguas originarias. La IA, en estos casos, no sustituye al maestro. Lo potencia, lo acompaña, lo traduce. Le ofrece al docente tiempo para planificar, le permite enfocarse en los estudiantes con más dificultades y amplía su repertorio pedagógico.
Pero, como toda tecnología, la IA también tiene doble filo. Cuando se introduce sin formación docente, sin diálogo pedagógico y sin mirada crítica, puede convertirse en un enemigo silencioso. Reemplaza el debate con resultados, la creatividad con fórmulas, la curiosidad con respuestas instantáneas. Pero de eso nos ocuparemos dentro de una semana. Por hoy, nos despedimos. Esta fue la primera entrega de IA en la educación.
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