La onda corta, que alguna vez llevó voces a rincones olvidados del planeta, terminó absorbida por la AM, que la hizo parecer obsoleta. Luego, la FM, sin remordimientos, despachó a la AM, reduciéndola a un refugio de soñadores. Años después, la radio en línea instaló algoritmos que decidieron qué debía escuchar la gente, dejando en la penumbra a quienes giraban perillas buscando señales perdidas. Y cuando todos pensábamos que la radio digital era el futuro definitivo, apareció el podcast: el hijo desleal que se hizo influencer y, con un aire de superioridad, dejó a la radio hablando sola.
El podcast, ese hijo no reconocido de la radio sin radio, disfrazado de modernidad, se proclama heredero del sonido hablado, pero en realidad es un desertor. Se niega a las parrillas programáticas, ignora las tandas comerciales y escapa de la inmediatez. No hay radioescuchas, sino “audiencias de nicho”; no hay locutores, sino “creadores de contenido”. La radio, que antaño dictaba la conversación pública, ahora observa, con un suspiro melancólico, cómo su ADN se fragmenta en episodios que se escuchan cuando se quiere, sin el vértigo del directo, sin el nervio del tiempo real.
El podcast no mató el sonido, lo hizo florecer en otras dimensiones. Pero en ese renacer, fue la radio quien pagó el precio. Su dial, antes omnipresente, hoy es solo una de muchas opciones en un mar de frecuencias digitales. No desapareció, pero su reinado se fragmentó. Y en ese resurgir del audio, la radio sigue buscando su lugar, consciente de que su esencia permanece, aunque el eco del podcast haya cambiado el curso de su historia.
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